La incisión de los rayos del sol sobre tus pupilas te obligaba a que en un iluso intento entrecerraras los ojos para evitar la molestia que causaba en tus ojos marrones. Estabas esperando que el colectivo pasara por Charlone y Olleros (a tres cuadras de Ideas del Sur, lugar donde trabajabas) mientras maldecías haberte olvidado los lentes de sol y buscabas desesperadamente los puchos que según recordabas, habías guardado en el bolsillo de tu jean.
Y ahora que veías pasar el 93 y estabas a punto de subirte, te diste cuenta que estuviste esperando el colectivo equivocado por media hora y que el 39 (Bondi que te llevaría a tu casa) había pasado dos veces ante tus ojos y ni te habías inmutado. Bien Pedro, bien.
Te despeinaste y rascaste tu sien. Apenas te molestaste por haber estado parado perdiendo tiempo por 30 minutos (en otro momento, hubieras experimentado un gran gran mal humor); últimamente, volabas. Sentías que nada ni nadie podían arruinarte este momento de felicidad puro y real.
Nunca habías sido del típico hombre pegote. Es más, viviste cargando a tus amigos “polleras” que vivían atrás de la novia, o de cualquier mina. Quizás, porque jamás habías experimentado esa entrega, ese interés con nadie. Para vos era un sentimiento ajeno, desconocido. Impensado.
Bueno, hasta que llegó Paula.
Paula con sus besos, sus caricias, sus mordidas de labio, su pequeña cicatriz en el pómulo izquierdo, su risa, su sentido del humor. Sus infaltables retrucos.
Siempre te habías considerado una persona de las que piensan dos o tres veces antes de actuar. Prevenir los errores, encontrar las palabras exactas. Nada de prueba y error. Nunca dar lugar al impulso.
Hoy, casi te habías olvidado como se hacía. Vivías el aquí y ahora, disfrutando cada momento.
Faltaban tres días para el compromiso y habías comprado el traje necesario para la “ceremonia”, ya que la ocasión lo ameritaba. No eras gran fan de la formalidad, pero la cara que puso Paula cuando sugeriste que tu vestuario podría ser saco, jean y zapatillas te hizo descartar la idea al instante.
Zaira te había ayudado a elegirlo; vos no tenías la menor idea de que distinguía una buena prenda (siempre hablando de ropa de fiesta) de una que no lo sea. Querías dar la mejor impresión y estar a la altura de las circunstancias; sabías que la relación de ella con su papá no era la mejor.
En IBM (tu laburo en Estados Unidos), tampoco te obligaban a vestirte formal y la última vez que habías usado una camisa, saco y corbata fue para tu graduación del colegio secundario. Traje negro, camisa blanca. Clásico.
El tráfico era casi nulo; se notaba que estaban a fines de enero y los pocos que quedaban probablemente se unirían al éxodo como la mayoría de la población. Buenos Aires era un horno.
Abriste la ventanilla hasta el tope una vez arriba del colectivo; dejaste que la brisa chocara en tu rostro y aunque era caliente, en algún punto te refrescaba. Le avisaste a Paula que estabas llegando a tu casa redactando el mensaje con una sola mano y volviste a guardar el teléfono en el bolsillo de donde lo sacaste.
Habían quedado en verse ni bien salieras del trabajo; ese día ella no tenía ningún compromiso laboral o personal… bah a la mañana te había dicho que pasaba por lo de su mamá en Olivos. Vos únicamente tenías que cumplir tu jornada laboral, editar unos tapes para “La cocina del show” y organizar un par de cronogramas.
Te respondió confirmándote que en quince minutos llegaría y sonreíste. Te morías de ganas de verla.
“Te espero chuequita linda ♥. Con una pequeña sorpresa, capaz”
Suspiraste, embobado.
Tus ex no te reconocerían, definitivamente. Aclaremos, jamás fuiste un tipo descuidado con ninguna mujer ni mucho menos; siempre respetuoso y educado, simpático, tierno... Pero nunca lo “suficiente”, según ellas. Hoy entendés por qué: jamás amaste con este grado de intensidad o con absoluto desinterés. Hoy entendés el concepto del amor. Hoy lo sentís.
Tocaste el timbre para bajar en la próxima parada y caminaste las tres cuadras que te faltaban para llegar al edificio. En el camino compraste el atado que perdiste (o te olvidaste en algún lado y tampoco te molestó tanto; ¡lo que es el amor!) y te llevaste un dos corazones para regalarle. Saludaste al hombre canoso (muy) de seguridad y una vez en el departamento, prendiste la computadora (antes prendiste el aire, obvio).
El domingo anterior habías ido por primera vez desde tu vuelta a la Argentina a ver jugar a River, club de tus amores desde la infancia. Ibas a ser gallina hasta morir y sonreíste al recordar como estaba decorado tu cuarto en Mármol: lleno de pósters, afiches, etc. A Nueva York te habías llevado tus 3 camisetas: la firmada por el equipo del ’94, la de suplentes y la del aniversario.
El partido había sido contra Patronato y se jugó en el Monumental. Indescriptible era la sensación que sentías cada vez que ibas a la cancha; solo un verdadero hincha entendería la emoción y adrenalina de ver a tu equipo jugar.
Hernán te había acompañado a regañadientes; pero las entradas te las había conseguido Mariano Iudica gratis y la verdad, no tenías con quien ir sino. Estuvieron en la Sivori y por eso ahora, ingresabas en www.riverplate.com para cliquear en la sección “Buscate”.
Como siempre, había por lo menos 10 fotos de la bandeja dónde cada hincha podía buscarse y tener un recuerdo palpable de esa fecha, pero no atinaste ni a mirarlas porque sonó el timbre de abajo y corriste atender. Porque era ella.
La velocidad en que te abalanzaste a abrir la puerta fue nunca vista. Ni siquiera la habías abierto, que ya estabas sonriendo. Otra vez.
- Hola mi amor – dijiste recibiéndola y Paula te sonrió con la mirada. Tomó tu rostro con ambas manos y con un beso te transmitió lo que no dijo.
Y nuevamente, olvidarse del mundo y si es que existía una realidad fuera de ustedes dos, no te importaba.
Se abrazaron acoplando sus cuerpos y sentiste como el aroma de su pelo inundaba tus pulmones. Largaste otro suspiro.
Entraron con la manos entrelazadas y ver cómo sus ojos verdes brillaban no iba a hacerte caer en el aquí y ahora muy prontamente.
Le diste un beso en la mejilla con dulzura contenida mientras la abrazabas de costado. Paula aprisionó tu cintura entre sus manos y te miró casi ofendida cuando corriste sus manos. Carcajeaste y se mordió el labio.
- La sorpresa – explicaste y el semblante de la rubia cambio en cuestión de segundos. No podías creer cómo se había olvidado con lo ansiosa que era. Le enseñaste el chocolate y sonrió mientras acariciaba con su tibia mano tu frente.
Pestañaste para volver a encontrarte con ella. Sonrieron.
“Gracias” te susurró muy cerca y depositó un beso sobre tu nariz. “Esto se cobra con especias” respondiste pícaro, Paula abrió los ojos simulando sorpresa. Carcajeaste y besaste su cuello, ese que estabas conociendo y querías que sea tuyo por siempre.
- ¿Estabas trabajando gordo? – preguntó al ver el despliegue que hiciste sobre la mesa con al notebook al separarse. Se sentaron en la mesa, ella a tu izquierda.
- No, estaba buscándome en las fotos que subieron de la cancha del partido del domingo… - Pau asintió y vos súbitamente recordaste algo que querías mostrarle – Zai me ayudó a comprar el traje.
- ¿Ya lo tenés? – asentiste y una sonrisa se marcó sobre sus labios – Quiero verlo.
Y le ibas a mostrar tu nueva adquisición que se encontraba colgada en el armario de tu habitación cuando en la imagen que se desplegaba en la pantalla de la notebook, te encontraste. En un mar de rojos y blancos, banderas y muchos rostros. Luego lo viste a Hernán. Te giraste.
- Mirá Pau, ¡me encontré! – dijiste indicándole con tu dedo índice más o menos tu ubicación en la foto. Pero de repente su expresión cambió totalmente; ya no sonreía y en su lugar, fruncía el ceño preocupada. Mantuviste el silencio, pero no aguantaste por mucho tiempo - ¿Qué pasó gorda? ¿Reconociste a alguien?
Ella pareció caer de ese pequeño trance y bajó la vista nerviosa, como si acabara de darse cuenta que habías notado su repentino cambio de ánimo. Carraspeó.
- Un ex compañero del colegio, que no me bancaba – sentenció mientras revoleaba los ojos. Te quedaste más tranquilo – ¿Me vas a mostrar que compraron con Zai? – preguntó cambiando de tema por completo.
- No sabés lo que soy en traje – y la tomaste de la mano para que se dirijan a tu habitación. Ella efectuó una media sonrisa.
- ¿Ah sí? – y te histeriqueaba. Y se mordía el labio inferior y te gustaba más y más.
- Sí – enunciaste y con ese monosílabo finalizaste el diálogo, para apoderarte de su boca. Presionaste la tuya sobre la de ella y se perdieron. Estabas en un rapto de inconsciencia.
Entonces por enésima vez te dejás llevar. Por ella, con ella. Por los dos.
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