martes, 7 de febrero de 2012

Capítulo 41.

“La unión es una burbuja en el tiempo” decía Gustavo Cerati. Siempre te había parecido una frase imponente, importante. Una metáfora que quizás de sentido no tenía tanto pero que armada quedaba linda; estética. Como algún verso de los temas de Calamaro (y no conseguía frases desconcertantes solo por su gran poder de imaginación) o incluso de Arjona, que tiene esa habilidad para relacionar las cosas de la manera más insólita.

Bueno, eso pensabas hasta que finalmente te conectaste con alguien tan pura y naturalmente que entendiste que era verdad, que se paraba el tiempo, que se congelaba el instante. Que cuando te encontrabas en plenitud con otra persona directamente las horas, minutos, segundos y milésimas de segundo no existían.

Y al final dijiste, cuánta razón tenía Gustavo.

Pedro jamás se había ido de la fiesta. Físicamente sí, pero en tu interior aún sentías su presencia, como si nunca te hubiera dado la espalda en el jardín para irse caminando dejándote sin certezas, confundida y sin acompañante. Y con una sonrisa falsa, forzada y necesaria para aparentar que todo estaba bien y que estabas feliz de la vida en el compromiso de tu papá.

Y ahora que estabas sin él, el tiempo no se te pasaba más.

Te tiraste sobre la cama de tu habitación aún con vestido y maquillaje puestos. No tenías fuerzas ni ánimos para levantarte y ni bien apoyaste tu cuerpo sobre el mullido acolchado de plumas, las lágrimas comenzaron a salir a mares. Dejaste que corran, sin amagar a limpiarlas.

Hipaste intentado recuperar un poco del aire perdido luego de varios minutos de no hacer más que llorar y decretaste que no te levantarías hasta el 2057. Si estuvieras en tu casa, probablemente hubieras puesto música melancólica hasta hartarte, para poder deprimirte del todo; pero en ese cuarto de escasos metros cuadrados no tenías ni chocolate, ni nadie con quien pelearte (o descargarte), ni música, ni computadora.

La muerte.

Definitivamente las cosas no habían salido del modo que lo esperabas. Pedro te daba tanta seguridad, que cuando llego el día lo que te ponía nerviosa era festejar el compromiso de tu padre con otra mujer en vez de pensar en lo terrible que podía llegar a ser la fiesta (y acá incluyamos a Ezequiel e invitados). Y la posibilidad de que Peter se enterara de casualidad de algún traspié de tu pasado ni se te había cruzado por la cabeza.

Odiabas esa actitud egoísta que había tomado ¿No entendía que si no le contaste, fue porque te costaba? ¿Qué te dolía, que te lastimaba?

Te acomodaste sobre el acolchado mientras escuchabas tu propia respiración entrecortada por el llanto. No se oía más que eso y las agujas del reloj.

Tic, tac; Tic, tac; y te dieron ganas de tirar el relojito a la mierda.

Nunca imaginaste salir de su boca, palabras tan hirientes. En algún lugar de tu mente quisiste justificarlo pensando que estaba enojado… pero en ese tipo de momentos que estás al límite, decís las cosas con más sinceridad. Abrís el alma.

Y no entendías… no podías entender. Y menos podías hacerlo en ese momento.

Secaste la humedad de tus mejillas con la palma de tu mano inútilmente; las lágrimas no dejaban de salir. Te daba bronca no poder controlar tus emociones y más bronca te daba, recordar lo que tuviste que decirle a cada persona que te pregunto por él durante la fiesta, una vez que volviste a mezclarte entre la gente.

Idiota.

“Tenía unos asuntos familiares impostergables” asegurabas con una mueca, mientras el/los interesados asentían y vos por dentro explotabas. “¡Qué ridículo!”, pensaste. No tenías por qué darle ninguna explicación a nadie pero sabías que el silencio, era peor.

Tu propia experiencia te lo demostraba y vos eras testigo por excelencia. A nadie en Lobos le interesó saber tu lado de la historia; era más divertido pensar que eras una perra, una roba novios, una desvergonzada.

El conventillo siempre vendía más y eso no era ninguna novedad. El chisme... a veces valía más que la verdad.

Lo que más te enfurecía de todo, era que Pedro se hubiera ido. Incluso cuando te despediste de tu papá y tus hermanos al final de la fiesta, tenías la esperanza de que estuviera ahí en la habitación esperándote. Esperándote para pelear, para no mirarse, para hablar, para olvidar. Pero llegar y encontrar el cuarto vacío, fue bastante decepcionante.

Cagón.

Refregaste tus ojos una vez más, tratando de cortar ese sin fin de agua que se deslizaba por tu rostro y que parecía que no iba a parar nunca.

Decidiste cortar con la amargura y hacer algo por vos misma. Una vez en el baño (decorado con toques coloniales como el resto de la habitación), tu reflejo te recordó que todavía llevabas puesto el maquillaje (el rimmel completamente corrido y unas ojeras dignas de un oso panda) y corriste a la valija para buscar la crema desmaquillante.

Posicionada en una esquina encontraste la maleta, perfectamente cerrada. Cuando la abriste, recordaste que habías guardado el estuche que necesitabas bien al fondo. Estorbaba en tu camino por alcanzar la crema un libro que habías traído "por las dudas" (y recién ahora que estabas sola le veías una utilidad) y lo revoleaste sobre la cama para poder sacar el neceser. Y cuando lo hiciste, a medio camino, cayo un trozo de papel a tus espaldas. Al verlo de cerca, te diste cuenta que era una servilleta, vieja y algo rota, pero de la cual resaltaba el logo de Starbucks y una caligrafía imposible de no reconocer.

“215 West 92nd Street”

Y los recuerdos al brotar en tu mente, te obligaron a tomar asiento.




(Flashback)


El cenicero rebalsaba de cenizas y a cualquier persona normal con desafecto a la limpieza no le hubiera importado. Pero a vos te perturbaba muchísimo (y eras maniática del orden y la higiene, salvo en algunas ocasiones) y ya habías perdido la cuenta de cuántas veces el objeto había acaparado tu atención. Aproximadamente, este acoso visual al cenicero había comenzado hacía una hora, tiempo en el que te habías despertado sin lograr conciliar el sueño otra vez.

Esos días, dormir acompañada se había hecho costumbre. Pedro, tu fiel compañero, dormía profundamente a tu lado y no habías podido evitar que en esa hora que estuviste lidiando con tu obsesión por el orden se hubiera cruzado por tu mente alguna vez (fueron varias) lo equivocada que estabas al no ponerle un freno a esta ¿relación?

Tenían fecha de duración limitada (y lo sabías y te sorprendía que no hubieran caducado a los tres días de conocerse) y eso, doloroso o no, era una verdad incómoda. Que no gustaba y con la que no estabas de acuerdo.

Vos tenías ofertas de trabajo en Buenos Aires, varias. Pedro en unas semanas retomaba sus estudios de cine en la Universidad (NYU). Los tiempos no cerraban y las despedidas tampoco.

Te declarabas una persona exenta de las despedidas, por gusto y propia decisión claro. Las odiabas, eras pésima para ellas y si podías evitarlas… mejor. Es más, si pudieras eliminar la palabra del diccionario, la borrarías sin pensarlo dos veces.

Suspiraste con lentitud, como si de esa manera pudieras hallar alguna vía de claridad que ilumine tu situación. Definitivamente estabas confundida porque ¿cómo darle fin a algo que no sabías que era?

Dejando el dramatismo de lado, decir adiós realmente era inminente e inevitable y no tenías la cantidad de horas que te hubiera gustado tener, para reflexionar y tomar la decisión más adecuada; en 5 horas tenías que estar en el aeropuerto y tu hotel estaba en el otro lado de la ciudad.

Paula, Paula, Paula.

Te hablaste a vos misma, mientras mordías tu labio con indecisión. Observaste a Pedro y te quedaste en blanco (mirarlo no era una buena idea).

Decidiste llevarte por el impulso; al fin y al cabo muchas opciones no tenías. Despertarlo para comunicarte que te tenías que ir era una idea poco tentadora y que inevitablemente desembocaría en un diálogo raro y extraño. Y triste, porque a pesar de conocerlo hacía 12 días, lo querías.

Que te llamen loca y que te llamen idiota, también, por engancharte tan rápido.

No servías para mantener una relación a distancia y menos ibas a poder sostener algo tan reciente que no tenía bases sobre las cuales sustentarse. Un punto para la lógica, cero para el corazón.

Tomaste un papel con promociones de un delivery de comida oriental que encontraste revoleado por la mesa y lo diste vuelta para escribir en el lado blanco de la hoja.

"Y sé que nunca se me va a olvidar tu voz aunque pierda la memoria”

A veces es mejor no decir adiós…Y yo soy especialmente mala en las despedidas. Fuiste mi guía, mi amor, mi locura en Nueva York y de lo que compartimos, no me olvido nunca.”

Dejaste el mensaje en la mesa de luz con delicadeza mientras recogías tus cosas con decisión. Sin mirar atrás, atravesaste la puerta del departamento, para sumergirte en la ola polar que aquejaba las calles.

Y despedirte, sin decirlo.

(Fin flashback)





Tomaste el teléfono, sin saber muy bien por qué y cuando tomaste consciencia de lo que estabas haciendo, te encontrabas redactando un correo electrónico nuevo a peteralfonso9@gmail.com con “Hola extraño” como asunto (como habías hecho en el primer mail que le mandaste hacia meses cuando justamente, se estaban re-conociendo).

“Hola extraño, porque eso somos ahora ¿no? Dos extraños” tipeaste lo más rápido que tu celular te permitió y te paraste en seco ni bien terminaste ¿Qué sentido tenía enviarle algo?

La incertidumbre de no saber bien qué pasaba y pasaría entre ustedes era tan desconcertante como inmovilizante. Borraste una a una las letras y dejaste el mensaje vacío sin enviar. No ibas a ceder, no tenías por qué y no tenías ganas.

No creías que fuera justo.

Guardaste el celular en un cajón del mueble y lo cerraste fuertemente. Era peligroso tenerlo tan a mano y sabías que si no hubieras recobrado la cordura al último minuto, hubieras mandado algo de lo que te arrepentirías después. La tentación, bajo llave.

Más tranquila, volviste al punto que habías abandonado en primer lugar y sacaste la crema del neceser, para volver al baño y comenzar a despintarte. Y empezar de nuevo.







Martix (¿?) gracias por hacer inteligencia conmigo durante la creación del capítulo jajaja. T ♥

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